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La corrupción e indiferencia ciudadana también consuman fraudes Destacado

Lo sucedido este domingo en el Estado de México deja espacio a reflexiones que 
van más allá del presunto fraude y la elección de Estado. Pone nuevamente sobre la mesa de análisis una práctica social de fondo, añeja, recurrente en los procesos electorales y entrañablemente ligada a prácticas de origen priista, que lamentablemente aún determina los resultados y consuma fraudes electorales en México: la complicidad e indiferencia ciudadana.

Y es que, los partidos y los gobernantes corruptos, apoderados de las instituciones, no ganan solos las contiendas electorales. Sería deshonesto arrojar todas las culpas al aparato gubernamental, sin asumir las responsabilidades que como ciudadanía tenemos por hacer posibles tan indignantes fraudes. Finalmente, para facilitar la maquinación de los movimientos fraudulentos se requiere de ciudadanos dispuestos a participar en ella.

Para muestra está el mismo ejemplo reciente del Estado de México, ahí donde, pese a la corrupción, inseguridad, pobreza, autoritarismo y descontento social, hubieron más de un millón 900 mil personas que acudieron a las urnas para votar por el mismo partido gobernante. Con cifras infladas o no, se trata de una numerosa cantidad de votantes que decidieron mantener al partido de Enrique Peña Nieto y Eruviel Ávila en la gubernatura.

Si bien la compra de votos o promesas de beneficios futuros podrían ser una justificación a semejante cifra. La sola idea de que la causa para acudir a las urnas esté ligada a la corrupción misma provoca el más profundo desconcierto. En este caso culpar a la ignorancia ya no resulta coherente. Las errores y pésimos resultados de los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Eruviel Ávila son ya ampliamente del dominio público.

Quienes votaron este domingo por Del Mazo sabían perfectamente que votaban por la corrupción, la inseguridad y el autoritarismo cínico. Lo hicieron a conciencia, por conveniencia o no. Tampoco se pude culpar a la pobreza. El argumento está francamente rebasado. Ser pobre no es sinónimo de corrupción o deshonestidad. Muchos desde las carencias y la necesidad económica también votan con argumentos y bases éticas. Dejemos ya de generalizar y justificar.

Se trata de una práctica normalizada entre un sector que sabe de la corrupción de fondo y está dispuesta a participar en ella de manera activa, movilizando a vecinos, llenando eventos o simplemente saliendo a vender su sufragio bajo el trillado argumento de que “finalmente las cosas no van a cambiar nunca”.

A lo anterior súmele usted a los millones que ni siquiera salen a votar (casi el 50 por ciento de la lista nominal), paradójicamente, bajo la misma justificación de los que comercializan con su voto.  Aunque duela reconocerlo, la corrupción, deshonestidad e indiferencia ciudadana son pieza indispensable para consumar esos fraudes electorales que hoy tanto nos indignan.

 

No se equivoca aquella conocida frase de Joseph de Maistre que segura que “cada pueblo o nación tiene al gobierno que se merece”, pues, finalmente, mientras existan masas numerosas de votantes corrompidos, dispuestos a declinar balanzas electorales, seguirán emanando de ellas gobiernos igual de corruptos.

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