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Húbert Ochoa (Twitter: @huberochoa)

LA PANDILLA AMENAZA

Esperanza Martínez Hernández es una jefa de familia que del carácter y de la esperanza sacó fortalezas para soportar la tragedia. Madre de seis hijos enviudó cuando Alfredo, el chunco, apenas iba a la primaria y desde entonces supo que la vida sería aún más difícil por el rol de padre y madre que le tocaría desempeñar en medio de la pobreza, de un futuro incierto.}

El domingo 09 de octubre de 2005 la señora Pelancha, como la conocen sus vecinos, tuvo un presentimiento terriblemente aciago. Evoca: “No sé, algo malo pasó por mi mente. Tenía una sensación de miedo, mucha angustia, que no comuniqué a mis hijos para no alarmarlos”.

El estado de desasosiego que invadía a Pelancha, originaria de Tonalá, pero radicada en Tapachula a partir de su niñez cuando los padres decidieron ir en busca de mejor vida, no era fortuito sino provocado por la amenaza que representaban las intensas lluvias que abatían a la región. 

No era normal ver llover de esa manera, a pesar de que, en la Costa y el Soconusco sus habitantes están acostumbrados al calor y a los aguaceros.

Por la noche de ese día, la señora Martínez reunió a la familia en la vivienda construida a unas calles del río Coatán, el río que atraviesa la ciudad de Tapachula, las vías del ferrocarril y docenas de colonias que se fueron construyendo en un escenario de contrastes: es decir, entre las perspectivas halagüeñas de sus moradores, la insensibilidad del gobierno de entonces y la inopia que como un flagelo vapulea a los países en vías de desarrollo.

El macabro augurio se cumplió. Encabezando a los hijos y los nietos, Esperanza tuvo tiempo de abandonar la casa y presenciar, mojada por las copiosas lluvias y atemorizada por la bravura del río Coatán, cómo su único patrimonio se venía abajo y en pocos minutos era reducido a lodo, a escombros. A nada.

-MALDITA OMISIÓN-

Esperanza sufrió un doloroso trance que la marcó por siempre. Como ella, miles de familias perdieron sus propiedades (y los menos afortunados, la vida) víctimas del huracán Stan que zarandeó a Chiapas a finales de octubre de ese apocalíptico 2005 y que también, por si fuera poco, incubó otro fenómeno: el de la rapiña gubernamental.

Hasta hoy hay firmes sospechas de que los fondos destinados para la reconstrucción pararon en las cuentas bancarias de los funcionarios de esa administración, la del Torquemada Salazar.

¿Pudo evitarse una desgracia de esas dimensiones? ¿Qué ocurrió en realidad? Si bien es imposible vencer la fuerza de la naturaleza ni mucho menos combatir los designios ordenados por el Todopoderoso, el violento golpe que causó Stan en la Costa y Soconusco de Chiapas era posible atemperarse, suavizarse, recurriendo a una acción tan práctica, pero de resultados infalibles: la prevención.

Informes de prensa revelan cómo el gobierno de Chiapas fue avisado en tiempo de la furia de Stan que a su paso por El Salvador y Guatemala dejó una estela de muerte, dolor y orfandad. 

Desde la mañana del 2 de octubre de 2005, funcionarios del gabinete recibieron la notificación de que Stan tocaría suelo chiapaneco con vientos de hasta más de 120 kilómetros por hora y les recomendaron lanzar la alerta a la población y tomar las medidas necesarias para menguar el colofón de las lluvias.

El gabinete oficial habría soslayado la advertencia del Centro Nacional de Huracanes y del Sistema Nacional de Protección Civil, no obstante la gravedad del mensaje y de que aquí, en Tapachula, decenas de asentamientos humanos ya se encontraban anegados porque llovía desde una semana atrás. 

Las consecuencias fueron desastrosas: Sólo la crecida del río Suchiate, frontera natural entre México y Guatemala, provocó la inundación de una tercera parte del área urbana del territorio (10 de 35 colonias), donde más de 20 mil personas tuvieron que buscar refugio en diferentes albergues. 

Las corrientes de al menos 12 ríos en Chiapas arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, derribando casas, árboles, postes y hasta puentes de más de 20 metros de altura.

A la lamentable pérdida de vidas humanas y la desolación entre los miles de damnificados se sumó la destrucción de la economía regional, pues se perdió el equivalente al 15 por ciento del Producto Interno Bruto, todo a consecuencia de una artera omisión gubernamental que bien pudo amortiguar ese tormentoso statu quo.

Si bien la memoria colectiva no olvida, hoy la camarilla amenaza con regresar y pretende tomar por asalto el poder en 2018. Qué cinismo.

 

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