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Angel Mario Ksheratto

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Carne de cañón

Generosidad, caridad, solidaridad, sapiencia… eso y más le ha hecho falta al arzobispo de
Tuxtla Gutiérrez, Fabio Martínez Castilla, quien lejos de su papel pastoral, descalificó, sin la menor sensibilidad humana, la huelga de hambre que sostienen un grupo de enfermeras que alegan desabasto de medicinas e insumos en los hospitales de Chiapas.

No quiere decir que el prelado no tenga su porción de razón en su argumento central, ni que carezca del derecho a opinar, pero sí, que olvidó poner su ministerio al servicio de los humillados, los perseguidos, los desesperanzados, los pobres, los débiles, los oprimidos, los miserables.

Acusar a las huelguistas de ser “carne de cañón” de grupos de interés, fue sin duda una declaración apresurada, a pesar del peso de la contextualización y de una realidad inocultable. No correspondía al arzobispo desacreditar un movimiento —estridente, si se quiere—, dada las repercusiones sociales y políticas que, tan pronto como pronunció su dicho, se voltearon contra él.

Si el objetivo fue distraer la atención del tema de fondo, puede decirse que se logró, pues desde que el señor Martínez Castilla se metió al campo de batalla, los ataques (la mayoría de éstos insulsos, grotescos y pueriles) se dirigieron a él y no a quienes tienen la responsabilidad, por lo menos, de aclarar el desabasto de medicinas.

No es raro que un líder religioso se ponga del lado de los poderosos. En el siglo pasado, muchos arzobispos y prominentes pastores evangélicos apoyaron dictaduras criminales e incluso, delataron a sacerdotes y feligreses sospechosos de ayudar a los movimientos guerrilleros. Aquí en México, en la actualidad, el arzobispo Norberto Rivera es aliado leal de políticos corruptos… Y quizá, el ejemplo más aberrante sea el del obispo Onésimo Cepeda Silva, cuya fortuna personal es insultante, como injuriosa es su labor en contra de los más necesitados.

No debería, por tanto, extrañarnos que el representante del Papa en Tuxtla condene al fuego eterno a un puñado de mujeres que abrazaron una causa que retrata al Chiapas dolido, al Chiapas empobrecido, al Chiapas desprotegido…

La postura del arzobispo preocupa. Más que indignar, debe preocupar. Que se indignen al grado de insulto, quienes no conocen la historia de la curia frente a los movimientos sociales del mundo. Debe preocupar a la misma Iglesia, en primer término. Porque con ello, aleja a los fieles; los desecha y les cierra las puertas a la oferta de salvación que ellos mismos pregonan.

Y debe, en segundo lugar, preocuparnos a todos porque si una institución de esa envergadura da la espalda al pueblo, estamos frente a un abandono absoluto e indefensión desproporcionada. No porque la Iglesia sea indispensable en la lucha para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, sino porque se habrán perdido muchos valores y principios que de ahí surgieron, nos guste o no admitirlo.

Si un “hombre de Dios” desaprueba el esfuerzo humano para ser mejores, se ha perdido la guía, mala o buena, pero guía al fin. Martínez Castilla, a pesar de su alto rango en la jerarquía católica, da muestras claras de no haber leído a San Cipriano, ni a San Agustín; tampoco parece haber leído las encíclicas vaticanas, ni las Declaraciones “Nostraaetate”, ni la “Constitución Dei Verbum”, ni la “Gadium et spes”, ni ninguno de los Decretos sobre la Formación Sacerdotal.

Habrá que recomendarle la lectura de las acciones de Booz de Elimalec a favor de las mujeres, principalmente las viudas, pobres y necesitadas. En el Decreto “Apostolicamactuositatem”, El Vaticano ordena que todo obispo debe tener como distintivo, la práctica de la caridad, basados en la natural solidaridad de Cristo con los más desprotegidos. (“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos con otros.” S. Juan 13:35).

Por mucha razón que tenga (que la tiene), falló en su estrategia y le falló a quien pudo haberle pedido el favor de intervenir. Debió ser su inexperiencia o quizá su soberbia, la que lo arrastró a un terreno escabroso del que le está costando salir. “Quien no persevere en la caridad y no permanezca en el seno de la Iglesia a causa de sus obras, sea anatema.” Lo escribió San Agustín.

Ahora bien la huelga de hambre con todo y sus resultados, solo va a beneficiar a unos cuantos. Internamente, está la lucha por la dirigencia de un desaseado y perverso sindicato; un sindicato que ha sido monopolizado por dos bribones de poca monta que han usurpado los derechos gremiales.

 

A Selvas y Zavaleta, los interesados principales, poco o nada les importa la vida de las enfermeras en huelga de hambre. La vida de ellas, luchadoras honradas, está en riesgo. Ahí, urge una solución. De fondo. A fondo. Integral. Limpia. De lo contrario, alguien tendrá serios problemas. Pd.: Que ayunen Selvas y Zavaleta.

Linchamientos S.A.

El ucraniano —cuyo nombre no tiene la menor relevancia— vapuleado por una turba de 
muchachos que lo condujeron hasta el umbral de la muerte, nos recordó al México bronco o más bien, al mexicano presto al grito de guerra. Ése europeo, ciertamente, no tiene ninguna defensa, como no la tuvo durante el martirio que le hicieron pasar; era abusivo, prepotente, bravucón, discriminador, grosero. Se merecía la tunda.

En los videos que se hicieron profusos una vez que trascendió la paliza que recibió, el tipo es detestable: agrede verbalmente a niños, ancianos y mujeres. Amenaza con decapitarlos e incluso, presume haber violado a una mujer, de la que se burla abiertamente. En otra grabación, sin motivo aparente insulta y reta a sus vecinos. No merecía una, sino mil palizas… 

Desde el suceso en cuestión, no he leído una sola frase a favor del sujeto ése. La repulsa hacia sus actos, es abrumadora, aplastante. Puede decirse que el ucraniano escribió su propia tragedia, una que tal vez no le sirva de gran lección, dado el extremo fanatismo que profesa por el anquilosado nazismo y porque es muy probable que sufra algún trastorno mental.

El linchamiento del que fue objeto tiene todos los elementos que le dan el tinte de “justificado”. “Merecido”. “Ganado”. 

¿Hizo bien una parte de la sociedad de Cancún al tomar la justicia en sus manos? Desde la perspectiva que se le quiera ver, notaremos que tuvo sus razones de peso para actuar como lo hizo. Una autoridad incompetente, procuradores de justicia ineptos, policías incapaces y corruptas e instituciones inmorales y blandengues, se han constituido en factores para que los ciudadanos tomen emprendimiento de métodos populares para encontrar destellos de justicia. 

Y no se trata solo de Cancún, el centro turístico más famoso del mundo; sucede a diario en todo el país. No es que espanten y escandalicen los linchamientos, puesto que se han vuelto práctica cotidiana en Baja California como en Jalisco; en Guerrero como en Tamaulipas; en Quintana Roo, como en Nuevo León… ¡En todo México!

Hemos caído en un estado de paranoia colectiva permanente, que cualquier sujeto sospechoso o desconocido en una colonia, un barrio, una comunidad, corre el riesgo de ser linchado. Ya ha ocurrido en varias partes y diversas ocasiones. Se ha asesinado a inocentes, bajo el pretexto de parecer sospechoso o por llevar un carro “parecido” al de tales o cuales delincuentes. 

Ese estado emocional de la sociedad, ha sido provocado por la falta de competencia de las autoridades para resolver el gravísimo problema de inseguridad y, desde luego, la obligación de combatir la impunidad. No vayamos lejos: en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, se ha vuelto común ver avisos en los que se advierte a los delincuentes que, de ser sorprendidos por los habitantes de ésta o aquella colonia, serán linchados. 

Es a todas luces indebido, pero necesario ante la ineficacia de los encargados de garantizar la seguridad ciudadana. La paliza contra el ucraniano abusivo, hubiese sido evitada si las autoridades hubieran hecho caso a las quejas de los habitantes de Cancún, que lo habían denunciado infinidad de veces. Se habría evitado, si el INM, lo hubiese deportado desde que denunciaron su mal proceder. 

Como ese, cientos de linchamientos se habrían sorteado, de no ser porque la debilitada e incompetente autoridad, simplemente, no hace nada. Ha privilegiado la impunidad; ha dejado que los delincuentes se enseñoreen de un México cansado de burlas, engaños y saqueos. 

La peor noticia es que esto va a seguir. No vemos por ninguna parte, resquicio alguno que nos indique el fin de la moderna era del ojo por ojo y diente por diente. Hagamos números y comparemos cifras, solo de Chiapas, para no enredarnos: feminicidios, dos o tres sentencias. El resto, los asesinos están libres por fallas técnicas en los expedientes. 
Asaltos, cuando mucho, 10 sentencias. Violaciones de mujeres, escasísimas sentencias. Crímenes contra periodistas, ni siquiera se han armado los expedientes respectivos. Denuncias contra la corrupción, no ha procedido ni una sola. Eso leyó: ni una sola. 

Bajo ese esquema, volvámonos inmunes a las consecuencias de los linchamientos. Resolvamos a golpe de garrote el tema de la inseguridad y dejemos que la autoridad relama sus purulencias a fuerza de discursos complacientes. Y que no digan que es apología del delito o incitación al odio y la violencia; es el único recurso, la única alternativa de un México secuestrado por la delincuencia y los malos funcionarios. 

 

 

Cultura de la corrupción

La afirmación del presidente Enrique Peña Nieto en torno al problema de la corrupción en el país (“la corrupción es parte de la cultura mexicana” paráf.), no es nueva, ni de aplicación remota o eventual. El fenómeno se ha enraizado por todos lados, principalmente en la clase política, cuyos integrantes se han llenado los bolsillos de manera excesiva y cínica.

Hace apenas unos días, la presidenta nacional del PRD, Alejandra Barrales, fue exhibida como la propietaria de un lujoso departamento en Miami, Florida; al dirigente nacional del PAN, Ricardo Anaya, le descubrieron propiedades en ese mismo país, lo mismo que a la esposa del presidente, Angélica Rivera y otros “distinguidos” miembros de esa realeza impune y grosera.

Para nadie es secreto que el 90 por ciento de los políticos y funcionarios mexicanos, utilizan recursos públicos para adquirir bienes en otros países. La lista de ex-gobernadores y gobernadores en funciones que se han apoderado de millonarias cifras provenientes del erario, para ampliar su riqueza personal, es larga.

El caso del ex-gobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, se ha convertido en el de mayor escándalo por las repercusiones que está dejando en el Ejecutivo Federal y por el derroche de medios al que su sucesor está recurriendo y que, no tiene otro objetivo que tapar con los excesos de Duarte, los propios, que empiezan a ser evidentes.

Así se va armando la cadena de corrupción; así también se va fortaleciendo la impunidad que sido el fundamento de cientos de hombres y mujeres dedicados a esa otrora noble tarea: gobernar para el progreso de los pueblos.

De ahí que cuando el presidente Peña Nieto nos recordó esa penosa justificación de políticas fallidas, muchos se sintieron indignados. Y con sobrada razón, puesto que la frase salida de la boca de quien tiene la responsabilidad institucional y obligación moral de combatirla, sonó a burla, a vituperio, a escarnio oficial contra un pueblo que, hay que decirlo, ha permanecido silente, conformista y muchas veces solidario con los que han saqueado al país.

¿Es la corrupción parte de la cultura mexicana? Sí y no. Sí, porque actualmente, ninguna política pública, ninguna estrategia, ninguna ley, ningún castigo ha sido suficiente para acabar con el flagelo; la corrupción se practica en todas partes. No, porque hay antes de ésta catastrófica crisis, un puñado de buenos ciudadanos que lucharon por forjar a un país progresista y sentaron las bases para su desarrollo.

Si hoy se considera a la corrupción como parte sustancial del ser mexicano, es precisamente por las políticas fallidas y estrategias sin sustento. Hace todavía algunos años, era impensable que un militante de la izquierda del país se beneficiase con recursos públicos. Se consideraba hereje a quien siquiera, aceptase sentarse a dialogar con un priista, por ejemplo.

Por desgracia, quienes heredaron las siglas de partidos que antes lucharon férreamente y con dignidad contra la corrupción del PRI, son igual o peor de ladrones que los priistas. ¿De dónde la señora Barrales obtuvo el millón de dólares para adquirirlo? (Se presume que el departamento está tasado en más de millón y medio, pero ella ha insistido en uno solo.) ¿De sobornos políticos? ¿De venta de candidaturas? ¿Del erario de la CDMX? ¿Del erario de estados gobernador por el partido que dirige?

Entre ella y Anaya y una gran lista de políticos millonarios, se ha perdido el futuro del país y se ha mancillado la dignidad que otrora tuvo la oposición. En todo esto, podemos decir sin temor a equivocarnos que tan corruptos son los priistas como sus aparentes opositores.  

En ese contexto, debemos estar preparados para los discursos de campaña. No habrá uno solo de los candidatos que se asuma como parte de esa “cultura de la corrupción”. Habrá quienes prometan todo su esfuerzo para combatirla. Y no pasará nada. Discursos bofos; solamente palabras sin esencia ni sustancia, menos acción.  

Cuando la podredumbre se vuelve forma de vida, los pueblos mueren. Desaparecen. Lo estamos viendo ahora mismo: indiferencia, caos, anarquía. Son remanentes de la impunidad y la corrupción. Es el resultado de una autoridad sin supremacía moral y un pueblo silente, conformista. Si los santones de antes ahora son corruptos, ¿Qué debemos esperar de los ladrones tradicionales? 

 

 

El futuro incierto

La recurrencia al futuro imperfecto condicional, deja en claro dos cosas: Una, 
que el Estado, hasta hoy, no se había preocupado por la muerte de decenas de periodistas y dos, que cabe la posibilidad —sí, solo la posibilidad— de que en un futuro indefinido se apliquen protocolos efectivos para garantizar la libertad de expresión y la integridad física, moral y psicológica de periodistas y activistas de derechos humanos. 

“Protegeremos”, “debemos”, “daremos con los responsables”, “actuaremos con firmeza”, “fortaleceremos la estructura y el presupuesto”, “estableceremos un esquema nacional”, “fortaleceremos la Fiscalía Especial”, “capacitaremos,”, “nos reuniremos”, “revisaremos…”; todo apuntando hacia un futuro incierto, hacia lo que no sabemos con certeza si se logrará.

No lo sabemos porque desde que la actual administración se instaló en Los Pinos, el fracaso en materia de seguridad ha sido constante, aplastante. Han pasado más de cuatro años y hasta hoy, el resultado es desolador. Falta de voluntad, viejas inercias, complicidad, incapacidad y una larga lista de factores que han fortalecido las raíces de dos males mayores: la corrupción y la impunidad. 

De éstos penden la violencia, la inseguridad y el crimen en general. Nadie ignora que policías, ministerios públicos, jueces, magistrados y ministros, han facilitado la expansión de la impunidad. Todos estamos ciertos que las cárceles están repletas de gente que no ha tenido los recursos financieros suficientes para comprar la justicia… En muchos casos, llenas de chivos expiatorios para hacernos creer que se aplica la ley.

De forma tal que lo expresado por el presidente Peña Nieto y su segundo de a bordo, Miguel Ángel Osorio Chong, no es ninguna garantía de seguridad para periodistas y defensores de los derechos humanos. En el remoto supuesto que esa fuera su intención, debe pasar, su propuesta, por una depuración integral de la PGR y el Poder Judicial, que es donde están enraizadas la corrupción y la impunidad.

Desde hace años se ha venido hablando de “protocolos de seguridad y medidas cautelares”, pero éstas son insuficientes e ineficaces; hace unos días, un colega reportero de Tuxtla (Lenin Flores), acudió a la delegación de la PGR para denunciar el acoso de un desconocido. La respuesta fue indignante: “no le han hecho nada”, declaró el periodista a otros compañeros que acudieron en su auxilio.

La mayoría de los 267 periodistas asesinados en México de 1990 a la fecha, habían denunciado amenazas de muerte previas; fueron desoídos. Algunas veces, se implementaron medidas cautelares para protegerlos de posibles atentados y sin embargo, fueron asesinados. 

Esto reafirma la sospecha que los protocolos e incluso, la asistencia policial a potenciales víctimas, no funcionan. No, porque quienes están detrás de tales crímenes tienen la certeza que nunca serán llevados a los Tribunales. Y más, si los autores intelectuales, gozan de protección del Estado o detentan algún cargo público, como ha ocurrido en muchos casos. 

Según algunas estadísticas que han surgido tímidamente en las últimas horas, solo tres sentencias se han logrado a lo largo de éstos 27 años de crímenes contra la libertad de expresión. Los asesinos, han gozado de cabal libertad, lo que sin duda, otorga seguridad a quienes los ordenan.

Frenar los ataques permanentes contra periodistas no es cuestión de promesas ni discursos preñados de indignación; requiere la inmediata y efectiva acción del Estado para empezar desde dentro a garantizar las libertades civiles y los derechos humanos. Mientras el sistema de gobierno esté infiltrado, contaminado y sucio, ninguna buena intención abonará en beneficio de un sector vulnerable, como lo es el periodismo mexicano. 

Lo único rescatable de la forzada aparición del presidente Peña Nieto con el tema de los asesinatos de periodistas, es que parece haber superado la negación que tenía al respecto y sobre la crítica situación de seguridad en el país. Era un paso necesario. Ocultarlo, era una pesada losa para su decadente administración.

La gran pregunta es si mantendrá sus promesas o una vez que merme la indignación por el asesinato de Javier Valdez, volverá al ostracismo y a dejar de lado su responsabilidad institucional y obligación constitucional. 

 

Cuando veamos las detenciones de los responsables y sean sentenciados, entonces habremos de creer en su rosario de deseos. Cuando cada periodista ejerza su profesión sin presiones, ni miedo, ni amenazas, habremos de creerle. Solo entonces.

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