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Proteger o criminalizar Destacado

 

La pasada semana estuvo marcada por el debate en torno a los orígenes, consecuencias y 
reacciones de un triste episodio que creíamos era privativo de las escuelas estadounidenses: la letal agresión de un estudiante contra sus compañeros y su maestra, un acto brutal que reactivó antiguas prácticas de seguridad escolar y removió alegatos que en el país adquieren tintes temporales sin que ninguna de las conclusiones definan estrategias permanentes para garantizar la seguridad en las escuelas. 

En la larga exposición de ideas, surgieron desde las más inverosímiles hasta las menos viables, sin que hasta hoy ninguna propuesta pueda ser aplicada sin pasar por los caprichosos filtros de diversos sectores, muchos de los cuales se oponen aún a medidas emergentes que pudieran contener cualquier otro intento similar.

En ese contexto, grupos ha habido —primordialmente de padres de familia y organismos defensores de los derechos humanos— que han calificado la revisión de mochilas como la “criminalización” de los estudiantes, argumento insípido, pero que se ha convertido en una taxativa que vulnera la integridad física de millones de educandos en el país. 

Otros han optado por el reproche y la descalificación de las responsabilidades familiares, acusando a los padres de familia de haber abandonado antiguos principios y normas, a cuya ausencia atribuyen el actual comportamiento de los niños y jóvenes.

Ambas partes tendrían su dosis de razón, a no ser porque al final todos hemos fallado en la tarea de proporcionar a esas generaciones los elementos básicos para conducirse de manera apropiada en la sociedad.

Muchos son los factores que nosotros mismos hemos creado para facilitar el descarrilamiento de millones de niños, empezando por la indiferencia en el seno familiar y terminando por el sobre-proteccionismo, a veces irracional, de organismos defensores de los derechos de los niños. 

No ha habido un justo equilibrio ni una zona delimitada en cuanto a los derechos y responsabilidades, internas y externas, de padres e hijos. He ahí la gran grieta que ha hecho la diferencia entre el bien y el mal que inculcamos a nuestros hijos.

Pero más allá de valores y principios perdidos —que debe preocuparnos y acercarnos a la obligación de recuperarlos lo más pronto posible, para forjar futuras generaciones responsables—, está la lamentable inercia para enfrentar e informar sobre situaciones de esa naturaleza. 

Apenas habían pasado unos minutos de la balacera provocada por el muchacho, y ya circulaban en redes sociales videos y fotos perturbadoras del hecho. Cierto es que en las redes sociales ese tipo de asuntos es imposible de controlar, pero su difusión en medios de comunicación, aparentemente serios, resultó de lo más patético, irresponsable y carente de ética y profesionalismo. 

Con todo y sus repercusiones, no fueron pocos los que defendieron la publicación, como si estuviesen en una competencia de público y no en un país con obligaciones civiles y valores éticos. “Es nuestra libertad de expresión”, gritaron los menos indicados, que perecen no estar enterados de los criterios y principios que rigen tal libertad, acusando a quienes pidieron no publicar ni compartir el material en cuestión, de “represores”.

No han entendido que la libertad de expresión no es un mecanismo apologético, sino una profesión que cuenta con una regulación deontológica, que se fundamenta en un derecho y se rige, principalmente, por criterios, principios y valores éticos y morales que nada tienen que ver con la insana ambición de reproducir actos deplorables, en aras de conseguir más lectores o, en el caso de las redes sociales, más likes.

En defensa de algunas prácticas periodísticas comunes, relacionadas con la libre y legítima competencia informativa, hay que decir que es válido informar con prontitud, oportunidad, veracidad y verdad, lo cual no significa que se deban atropellar derechos de terceros, como los de las víctimas (especialmente porque eran menores de edad) y los familiares de éstas. En eso, nos debemos un debate a fondo. 

Por lo demás, es urgente que padres de familia e hijos busquen un acercamiento, entendido éste como formas de convivencia humana, alejados de artefactos tecnológicos que, si bien son útiles y necesarios, desvanecen toda posibilidad de contacto físico y conocimiento del entorno de cada uno.

De nada sirve culpar a los padres del niño que disparó contra sus compañeros y maestra, o condenar al victimario o criticar al sistema educativo u oponerse a las medidas para evitar más casos como ese, si nosotros no empezamos a rescatar a nuestras propias familias.

 

Estamos a tiempo de hacerlo.

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