¡Nació muerta!
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Desde muy temprano de éste 7 de junio, todos hablan de “libertad de expresión”; claro, es la fecha que en México se festeja ése derecho universal. Sí,
es un derecho fundamental de todo ser humano, cuyo espíritu ha sido plasmado en la constitución de la mayoría de los países del mundo, principalmente aquellos donde los principios democráticos rigen la vida de sus ciudadanos.
Ese derecho, desde luego, tiene sus limitaciones naturales. No trasgredir el derecho de terceros, esa una de éstas. Sobre esa base elemental, cualquier ciudadano librepensante, tiene además del derecho, la obligación de emitir opiniones acerca de lo que le afecta o beneficia, debiéndolo hacer con respeto, honestidad, firmeza, responsabilidad y libertad.
En México, la libertad de expresión se ciñe a los medios de comunicación y periodistas; ello ha sido determinante para que la relación prensa-gobierno, sea tirante desde hace muchas décadas.
Durante muchos años, los crímenes de Estado (asesinatos, secuestros, persecuciones, encarcelamientos) contra periodistas, fueros sistemáticos y, como suele suceder en las “dictaduras perfectas” como calificó al régimen mexicano el escritor Mario Vargas Llosa, el estado nunca ha admitido su responsabilidad y jamás encarceló a los criminales.
Aunque los gobernantes recientes han sido poco más tolerantes a la crítica respecto a sus funciones y efectos, siguen fallando en su obligación de garantizar la libertad de expresión. Grupos de poder fáctico son los que ahora asesinan periodistas en todo el país. Son hordas criminales que actúan bajo la complacencia de presidentes y gobernadores, cuya complicidad se configura desde el momento en que minimizan cada muerte, cada secuestro, cada atentado.
En ese contexto, es difícil hablar de “libertad de expresión”. Tal “libertad” es meramente quimérica. Porque no solo el crimen organizado se ha propuesto acallar a la prensa, sino grupos y organizaciones de toda índole, tendencia e ideología, ha buscado mediante muchas formas, acotar el derecho a informar y opinar.
Por mucho, son a veces, las minorías las que imponen silencios bajo pretextos que confinan la libertad de expresión a tendencias pasajeras o caprichos sostenidos solamente con el alfiler de la ignominia cuando no, por la fuerza de turbas rabiosas que recurren a estatutos complacientes que no garantizan nada a nadie.
Desde esa perspectiva, la libertad de expresión como práctica cotidiana para el fortalecimiento de la pluralidad y el respeto mutuo, es nula. Existe solo para días como hoy en el que los elogios a la prensa se sobresaturan, aunque en el fondo, sea ésta, el objetivo a destruir.
Bajo esa misma perspectiva, la autocensura ha suplido a la represión institucional. Muchos temas que deberían abordarse con libertad para alcanzar un sano equilibrio entre todos los sectores sociales, deben guardarse —quizá para siempre— ante el temor de zaherir, no susceptibilidades ni reductos morales, sino intereses que van mucho muy lejos del deseo común de construir una sociedad verdaderamente progresista.
Hoy es imposible criticar a la derecha o la izquierda; no se puede señalar los yerros sindicales, ni los abusos de organizaciones diversas, a no ser que se esté dispuesto a recibir insultos, amenazas, empellones, golpes… Ante ello y ellos, es preferible callar, lo cual no es idóneo para un país que necesita de un periodismo comprometido y responsable.
En honor a la verdad, también el periodismo ha cometido sus pecados. Sería insensato no admitir que atravesamos por una severa crisis de credibilidad. Lo he dicho otras veces y lo repito: ello se deriva de los intereses de los dueños de los medios de comunicación. El reportero, el fotógrafo, el camarógrafo, el editorialista, el caricaturista, el columnista, el corresponsal, el conductor de noticieros, en fin, todos hacen su chamba a conciencia, pero el dueño del medio decide que publicar y que no.
Por otro lado, como periodistas, no hemos defendido nuestro espacio; hoy, cualquiera que posee un celular con cámara, ya se siente periodista. Y son muchos de éstos los que chantajean, los que extorsionan y sobre los verdaderos periodistas recaen epítetos como “chayoteros”, “vendidos”, etc., etc.
Y cuando a éstos (los chantajistas y extorsionadores) se les imponen correctivos, muchos colegas corren a defenderlos para convertirlos en “mártires” de la represión gubernamental. Hay verdaderos periodistas que han sufrido abusos en el ejercicio de su profesión, pero hay quienes deberían ser severamente sancionados por usurpación profesional y otros delitos que denigran al periodismo.
En síntesis, la libertad de expresión es nuestra más grande utopía. Si somos objetivos, quizá debamos aceptar que si ésta existiere, se ha convertido en excesiva y muchas veces abusiva. En ese uso, observemos el argumento discursivo de quienes son sujeto de críticas. Pero también autoanalicemos el tono y sentido de nuestra critica.
Por tanto, no hay nada que festejar. Por el contrario, deberíamos solamente rememorar el día que la “libertad de expresión”, ¡nació muerta!